domingo, 11 de junio de 2017

Eichmann y la Ley de Transitoriedad

Decía Hannah Arendt, la reconocida filósofa alemana por sus estudios sobre el totalitarismo, que seguramente el mayor éxito de los nazis fue conseguir que la mentira, la infamia, que lo vulgar y lo que antes del nazismo era delito, poco ético e inmoral, se convirtiera en lo inequívocamente aceptado por la sociedad (masa) alemana como nueva ley legítima.
Tanto es así, que cuando Eichmann fue juzgado –cosa que también hicieron los juzgados en Nuremberg-, se declaró inocente de genocidio bajo la argumentación de que solo cumplía órdenes y leyes y que éstas eran imposibles de no cumplir dado el carácter totalitario del nazismo, y del riesgo que para la propia vida suponía el no obedecerlas.
En realidad, Arendt estaba de acuerdo con Eichmann, pero solo porque le consideraba un mediocre incapaz de conseguir el ascenso social que tanto ansiaba a no ser que obedeciera y sirviera correctamente a quien podía facilitárselo, opinión que, por supuesto, le supuso el linchamiento por parte de una sociedad judía que solo quería ver a Eichmann condenado de la forma más estricta posible.
En cambio, Arendt no estaba para nada de acuerdo con que Eichmann no tenía más posibilidad que hacer lo que le ordenaran, pues, en la práctica, dice la estudiosa posteriormente nacionalizada estadounidense, fueron pocos los germanos NO nazis condenados a muerte por no implicarse con el régimen (hablamos de la gente que no participaba del nazismo, no de la que llevaba a cabo una oposición activa), con lo que se abría una auténtica posibilidad individual, de moral personal, de no cumplir los dictados nazis si así lo rechazaba la ética del individuo.
Entonces, ¿cómo se pudo llegar a aquella situación de aceptación, y sobre todo de obediencia, del nuevo marco legal nazi por parte de la mayoría de alemanes? Pues como se comenta antes, en el caso particular de Eichmann, porque los nazis simplemente ignoraban a los no colaboracionistas para la vida administrativa, negándoles el ascenso social, en una época en la que aún no se vislumbraba el desastre alemán, antes que reprimirles y llevarles a la única salida que les hubiera quedado: la de convertirse en movimiento ‘contrarrevolucionario’ o desestabilizadora oposición interna.
Por tanto, que no hubiera castigo por no ser nazi pero sí recompensa por serlo funcionó como buen incentivo para atraer a un buen número de arribistas, y fue lo que hizo posible el ensanchamiento de la base social gamada.

Algo parecido pretenden ahora los independentistas en Cataluña con la aprobación de la secretísima Ley de Transitoriedad, o de desconexión como se la conoce popularmente.
El grueso que conforma el independentismo catalán es plenamente consciente de que ningún país democrático permite la secesión de ninguna parte de su territorio, ya que una de las obligaciones irrenunciables de cualquier Estado es precisamente la de mantener y defender su integridad territorial. Saben que difícilmente van a recibir apoyos de ningún país democrático en sus intenciones unilateralistas. Por eso, en un intento por superar esta realidad, decidieron inventar conceptos no más complicados que un eslogan de mercadotecnia con inexistente valor jurídico en ningún sitio, pero que suenan bien a oídos populistas internos. A ver si a los demás también se los cuelan.
Así, no ha sido difícil oírles decir frases que ponen los pelos años 30 como la triste y célebre ‘voluntad de un pueblo’, cuyo aspecto más relevante, por poner un ejemplo, es que no se trata de la voluntad DEL pueblo, que obviamente significa otra cosa bien distinta, sino de la voluntad de UN pueblo concreto anteriormente definido por el establishment político secesionista que por ahora gobierna en Cataluña, lo que constituye una nueva muestra de que el movimiento independentista es tan intervencionista que se acerca más a ser un movimiento fascista que revolucionario (y  ahí tenemos a la ANC y sus sectoriales, organizadas claramente al estilo del corporativismo social fascista). Ni que decir cabe que los fascioseparatas que definen qué es pueblo son los mismos que definen qué es antipueblo, conformado básicamente por todos aquellos que no se someten a sus ocurrencias.
Aún así, el secesionismo tiene escaso éxito por el claro problema que supone encontrarse enmarcado dentro de una de esas sociedades democráticas no opresivas, que no abundan tanto, en las que ya se sabe que aunque puedas convencer a un porcentaje del pueblo (que podríamos definir como populacho) para que se manifieste de forma festiva una vez al año, con fiambreras cargadas con tortilla de patata, eso al final no tiene por qué traducirse en una consecuencia política, ni aquí ni aún menos en la China. ¿O es que acaso se ilegalizó el aborto cuando un millón de personas lo pidió en la calle?
El independentismo se empeña en que confundamos pueblo con populacho, y que éste está por encima de todas las cosas, pero la cruda realidad vuelve a mostrarnos que el populacho no es Dios sino más bien lo peor de cada familia que se reúne durante un rato bajo un eslogan efímero, y que luego cada uno vuelve a lo suyo.

Por todo esto, dándose cuentan de que su dialéctica torticera no les lleva a ningún sitio, excepto, quizá, a conservar la confianza de alguno de esos ya de por sí convencido, ahora pretenden ir un paso más allá y adaptar las leyes a su dialéctica, cuando apenas representan el 48% de los votos conseguidos en lo que ellos mismo definieron como plebiscito, gracias a considerar que una persona no vale lo mismo en Barcelona que en Lérida (Lleida), pues se ve que eso de que las personas están por encima de las leyes nunca ha sido motivo suficiente para reformar una ley electoral que les favorece y sobredimensiona.
Siguiendo el esquema de aprobar leyes ideológicas a su medida pretenden legislar ahora sobre cosas que no les competen, o lo que es lo mismo, pretenden legitimar lo que es delito en España -en base a una Constitución aprobada por la mayoría aplastante del pueblo libre y soberano, y avalada internacionalmente por todas las instituciones a las que pertenece España, ya que suponemos que de ser un país fascista y antidemocrático nunca hubiera sido aceptado en estos círculos-. Y no solo eso, sino que en otra vuelta de tuerca que ni Henri James, pretenden convertir en delito no cometer el delito de saltarse la legalidad española, bajo amenaza de estigmatización social y quizá de algo más como ya dejó entrever el Minister de Amenazas, Lluís Llach. Y es que, al final, la Historia demuestra que todos los regímenes totalitarios emplean estrategias similares porque esas son las únicas herramientas con las que cuentan para imponerse a las democracias. Nazis, Putin, bolivarianos e independentistas, todos actúan igual, dejando de lado el color ideológico y la adaptación de las formas a los nuevos tiempos y contextos, pues el nexo común es considerar al pueblo como un chiringuito particular que se puede conducir por donde se quiera.

Con la Ley de Transitoriedad se pretende que todos los catalanes actuemos como ese Eichmann, sin dudas morales ante cualquier tipo de acto pues todo será consecuencia del Parlament, que al mismo tiempo obedece a eso que se llama ‘mandato democrático’ -concepto, como siempre, solo aplicable a lo que tenga que ver con la secesión, nunca con cosas por el estilo como de acabar con la precariedad laboral, por poner un ejemplo-, y a esa voluntat d’un poble que en realidad es voluntad del control del establishment secesionista.