Decía Hannah Arendt, la
reconocida filósofa alemana por sus estudios sobre el totalitarismo, que
seguramente el mayor éxito de los nazis fue conseguir que la mentira, la
infamia, que lo vulgar y lo que antes del nazismo era delito, poco ético e
inmoral, se convirtiera en lo inequívocamente aceptado por la sociedad (masa) alemana
como nueva ley legítima.
Tanto es así, que cuando Eichmann
fue juzgado –cosa que también hicieron los juzgados en Nuremberg-, se declaró
inocente de genocidio bajo la argumentación de que solo cumplía órdenes y leyes
y que éstas eran imposibles de no cumplir dado el carácter totalitario del
nazismo, y del riesgo que para la propia vida suponía el no obedecerlas.
En realidad, Arendt estaba
de acuerdo con Eichmann, pero solo porque le consideraba un mediocre incapaz de
conseguir el ascenso social que tanto ansiaba a no ser que obedeciera y
sirviera correctamente a quien podía facilitárselo, opinión que, por supuesto,
le supuso el linchamiento por parte de una sociedad judía que solo quería ver a
Eichmann condenado de la forma más estricta posible.
En cambio, Arendt no estaba para
nada de acuerdo con que Eichmann no tenía más posibilidad que hacer lo que le
ordenaran, pues, en la práctica, dice la estudiosa posteriormente nacionalizada
estadounidense, fueron pocos los germanos NO nazis condenados a muerte por no
implicarse con el régimen (hablamos de la gente que no participaba del nazismo,
no de la que llevaba a cabo una oposición activa), con lo que se abría una
auténtica posibilidad individual, de moral personal, de no cumplir los dictados
nazis si así lo rechazaba la ética del individuo.
Entonces, ¿cómo se pudo
llegar a aquella situación de aceptación, y sobre todo de obediencia, del nuevo
marco legal nazi por parte de la mayoría de alemanes? Pues como se comenta
antes, en el caso particular de Eichmann, porque los nazis simplemente
ignoraban a los no colaboracionistas para la vida administrativa, negándoles el
ascenso social, en una época en la que aún no se vislumbraba el desastre
alemán, antes que reprimirles y llevarles a la única salida que les hubiera
quedado: la de convertirse en movimiento ‘contrarrevolucionario’ o
desestabilizadora oposición interna.
Por tanto, que no hubiera
castigo por no ser nazi pero sí recompensa por serlo funcionó como buen
incentivo para atraer a un buen número de arribistas, y fue lo que hizo posible
el ensanchamiento de la base social gamada.
Algo parecido pretenden
ahora los independentistas en Cataluña con la aprobación de la secretísima Ley
de Transitoriedad, o de desconexión como se la conoce popularmente.
El grueso que conforma el
independentismo catalán es plenamente consciente de que ningún país democrático
permite la secesión de ninguna parte de su territorio, ya que una de las obligaciones
irrenunciables de cualquier Estado es precisamente la de mantener y defender su
integridad territorial. Saben que difícilmente van a recibir apoyos de ningún
país democrático en sus intenciones unilateralistas. Por eso, en un intento por
superar esta realidad, decidieron inventar conceptos no más complicados que un
eslogan de mercadotecnia con inexistente valor jurídico en ningún sitio, pero
que suenan bien a oídos populistas internos. A ver si a los demás también se
los cuelan.
Así, no ha sido difícil oírles
decir frases que ponen los pelos años 30 como la triste y célebre ‘voluntad de
un pueblo’, cuyo aspecto más relevante, por poner un ejemplo, es que no se
trata de la voluntad DEL pueblo, que obviamente significa otra cosa bien
distinta, sino de la voluntad de UN pueblo concreto anteriormente definido por
el establishment político
secesionista que por ahora gobierna en Cataluña, lo que constituye una nueva
muestra de que el movimiento independentista es tan intervencionista que se
acerca más a ser un movimiento fascista que revolucionario (y ahí tenemos a la ANC y sus sectoriales,
organizadas claramente al estilo del corporativismo social fascista). Ni que
decir cabe que los fascioseparatas
que definen qué es pueblo son los mismos
que definen qué es antipueblo, conformado
básicamente por todos aquellos que no se someten a sus ocurrencias.
Aún así, el secesionismo tiene
escaso éxito por el claro problema que supone encontrarse enmarcado dentro de
una de esas sociedades democráticas no opresivas, que no abundan tanto, en las
que ya se sabe que aunque puedas convencer a un porcentaje del pueblo (que
podríamos definir como populacho) para que se manifieste de forma festiva una
vez al año, con fiambreras cargadas con tortilla de patata, eso al final no
tiene por qué traducirse en una consecuencia política, ni aquí ni aún menos en
la China. ¿O es que acaso se ilegalizó el aborto cuando un millón de personas
lo pidió en la calle?
El independentismo se empeña
en que confundamos pueblo con populacho, y que éste está por encima de todas
las cosas, pero la cruda realidad vuelve a mostrarnos que el populacho no es
Dios sino más bien lo peor de cada familia que se reúne durante un rato bajo un
eslogan efímero, y que luego cada uno vuelve a lo suyo.
Por todo esto, dándose
cuentan de que su dialéctica torticera no les lleva a ningún sitio, excepto, quizá,
a conservar la confianza de alguno de esos ya de por sí convencido, ahora
pretenden ir un paso más allá y adaptar las leyes a su dialéctica, cuando apenas
representan el 48% de los votos conseguidos en lo que ellos mismo definieron
como plebiscito, gracias a considerar que una persona no vale lo mismo en
Barcelona que en Lérida (Lleida), pues se ve que eso de que las personas están
por encima de las leyes nunca ha sido motivo suficiente para reformar una ley
electoral que les favorece y sobredimensiona.
Siguiendo el esquema de
aprobar leyes ideológicas a su medida pretenden legislar ahora sobre cosas que
no les competen, o lo que es lo mismo, pretenden legitimar lo que es delito en
España -en base a una Constitución aprobada por la mayoría aplastante del
pueblo libre y soberano, y avalada internacionalmente por todas las
instituciones a las que pertenece España, ya que suponemos que de ser un país
fascista y antidemocrático nunca hubiera sido aceptado en estos círculos-. Y no
solo eso, sino que en otra vuelta de tuerca que ni Henri James, pretenden
convertir en delito no cometer el delito de saltarse la legalidad española, bajo
amenaza de estigmatización social y quizá de algo más como ya dejó entrever el Minister de Amenazas, Lluís Llach. Y es
que, al final, la Historia demuestra que todos los regímenes totalitarios
emplean estrategias similares porque esas son las únicas herramientas con las
que cuentan para imponerse a las democracias. Nazis, Putin, bolivarianos e
independentistas, todos actúan igual, dejando de lado el color ideológico y la
adaptación de las formas a los nuevos tiempos y contextos, pues el nexo común
es considerar al pueblo como un chiringuito particular que se puede conducir
por donde se quiera.
Con la Ley de Transitoriedad
se pretende que todos los catalanes actuemos como ese Eichmann, sin dudas
morales ante cualquier tipo de acto pues todo será consecuencia del Parlament, que al mismo tiempo obedece a
eso que se llama ‘mandato democrático’ -concepto, como siempre, solo aplicable
a lo que tenga que ver con la secesión, nunca con cosas por el estilo como de acabar
con la precariedad laboral, por poner un ejemplo-, y a esa voluntat d’un poble que en realidad es voluntad del control del establishment secesionista.
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